"Hijo mío, eres el ser más poderoso de la tierra..."
El niño ingenuamente preguntó: "¿Por qué padre?"
A lo que el general respondió, entre pensativo y sonriente:
"Porque yo gobierno el mundo, tu madre me gobierna a mí y tú gobiernas a tu madre".
No deja de tener claridad esa vieja anécdota de hace siglos.
Lo que dice un niño es intocable, sagrado o digno de la mayor atención. Los padres lo saben.
El poder de la infancia es tal, que son innumerables las vidas ofrendadas por salvar la vida de los niños.
El adulto vivió ya, tiene un ciclo vital cumplido o al menos desarrollado en gran parte:
la necesidad de ir a través del tiempo, desarrollando su propia manera de existir.
La infancia tiene sobre el adulto un poder mágico. Saber que así fuimos todos, ingenuos y felices, hacer caer en algo como el remordimiento y la nostalgia, entre la desesperación y la ternura.
Hay en la infancia una fuerza definitiva que persuade, inunda y arrastra; es la virginal manera de contemplar el mundo.
Ahí estamos los adultos en el dilema de querer ver los hijos así, inocentes y confiados y por otra parte, tener que hacerles conscientes de lo que es la realidad, no apta precisamente para ángeles o para pájaros cantores.
El poder de la infancia debe ser aprovechado, nutrido por magias superiores y precisas.
Por fuerzas que maduren, orienten y fecunden ese deseo simple de vivir.
Seremos responsables ante ellos si no les damos, junto con el calor de padres amorosos, la seguridad de un mundo más digno y suficiente.
El niño es la explosión de la vida. El adulto la vida ya explotada, hecha jirones en el camino de la experiencia; así que hay que juntar unos cuantos pedazos con algo de amor y poder decir a un niño: "Ten, hijo mío, es lo que yo aprendí, ojala te sirva para no equivocarte". Eso es humano y necesario.
Cultivemos con respeto, luminosidad y confianza, a la niñez del mundo.
De eso, no nos vamos a arrepentir jamás.
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